Tres primeras veces que guardo en mi baúl de recuerdos

Hay momentos que se quedan grabados en la memoria sin pedir permiso. No necesitan fotos ni grandes celebraciones: aparecen de repente, nos arrancan una sonrisa en un día gris o nos hacen un nudo en la garganta cuando la fe en el mundo tambalea. La mayoría son pequeñas grandes cosas… y muchas veces, son una “primera vez”.

Si tuviera que escoger tres de las mías, serían estas:


La primera conversación con mi esposo

No fue cuando nos presentaron, ni siquiera la primera vez que cruzamos palabras, sino la primera vez que realmente conversamos.

Trabajábamos en la misma empresa, él en planificación financiera y yo en el área comercial. Para aprobar mis decisiones, debía pasar por su equipo. Hasta entonces, me atendía un muchacho distraído, olvidadizo y eternamente pendiente de su próximo cigarro. Un día, cansada de recordarle lo que debía hacer, le solté: “¡No me estás sumando!”. Según las malas lenguas —que nunca faltan—, volvió llorando a su jefe y pidió no reunirse más conmigo.

Ese jefe decidió enviarme a un nuevo integrante: un joven ingeniero, primer puesto de su promoción y con fama de serio. “Derecho de piso, chibolo”, le dijeron.

Cuando apareció, cargando su laptop y sin mucha ceremonia, me soltó: “Ahora yo voy a trabajar contigo”. Me preparé para ponerlo a prueba… pero me sorprendió. Escuchaba, anotaba, proponía soluciones y terminó la reunión media hora antes. Intrigada, le ofrecí un té. Conversamos con naturalidad, como si lleváramos años conociéndonos. Desde entonces, no nos separamos. Le enseñé a sonreír sin reservas y a hablar moviendo las manos; él me sigue sorprendiendo cada día, con su forma única —rarísima, brillante, encantadora— de ver el mundo.


La primera puesta de sol de mi hijo

Mi hijo tenía dos años cuando comenzó la pandemia, y a los cuatro llevaba la mitad de su vida en aislamiento: sin parques, sin contacto con otros niños. Cuando por fin reabrieron las playas, decidimos pasar el verano junto al mar.

El primer día, esperé hasta las cinco de la tarde para protegerlo del sol y lo llevé sin muchas explicaciones. Al doblar la esquina, vio el mar por primera vez consciente: se detuvo en seco, con los brazos extendidos y los ojos muy abiertos. Nos sentamos en el malecón a mirar cómo el sol se hundía en el horizonte. Yo quise sentir lo que él sentía; no lo logré, pero tuve el privilegio de acompañarlo en ese instante irrepetible.


La primera respuesta de ChatGPT a mi papá

Mi hermano y yo llevábamos meses hablando de inteligencia artificial; mi papá, marino consultor y hombre de ciencia, escuchaba con interés y desconfianza. Un día apareció con su laptop: quería aprender a usar ChatGPT.

Tras ayudarlo a registrarse, escribió su primera pregunta: “Elabora una matriz PERC para un yate deportivo”. En segundos, la pantalla se llenó de explicaciones y tablas. Mi papá, incrédulo, pidió conocer la fórmula detrás. La IA se la explicó paso a paso. Él, que creció con la radio y vivió la llegada del televisor en blanco y negro, no pudo contener las lágrimas. Me dijo: “Perdóname hijita, es que estoy abrumado por esto”. Ninguna disculpa era necesaria: me emocionaba verlo fascinado ante un cambio tan grande, igual que yo espero emocionarme con los avances que vea en mi vejez.


A veces, estos momentos pasan desapercibidos porque estamos ocupados con “lo importante”. Pero, si tenemos suerte, se quedan en el baúl de la memoria, listos para rescatarnos una sonrisa o recordarnos que todavía podemos sorprendernos.

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Caro Filinich

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