La propuesta que empezó todo
«Acá la gente camina», dijo mi marido.
Mi hijo, mi perro y yo lo miramos con cara de pocos amigos.
Debían hacer más de treinta grados allá en el mundo exterior. Estábamos con ventanas y puertas cerradas y el aire acondicionado a veintrés grados de temperatura, como manda la civilización.
Yo había sugerido ir a «dar una vuelta», no ir a caminar sintiéndose galleta siendo horneada en calles ardientes donde no corría nada de aire.
«Vamos a hacer andinismo», propuso entusiasmado.
Los chilenos de su oficina le habían explicado que era algo de divertimento local saludable y bastante practicado.
Mis expectativas (y prejuicios)
Soy limeña, así que cuando me mencionan la palabra «andinismo» en lo que pienso es en gringos con zapatos raros y shorts, cargando mochilas con barras de granola preguntando en un español pésimo cómo llegar al pico más alto en alguna ciudad de la sierra.
Lo primero era tener zapatos adecuados.
Fuimos de compras a una tienda muy popular en Santiago que incluso tiene un pasillo dedicado a este deporte, y además otro pasillo de andinismo para niños.
Anotado, los chilenos se tomaban en serio el andinismo desde muy temprana edad.
Nuestro primer destino
Lo siguiente: decidir a qué ande íbamos a trepar.
Como principiantes, con un niño además, nos recomendaron para nuestra primera experiencia el «Manquehuito», hijo pequeño del «Manquehue», en Vitacura, bastante cerca de donde vivíamos. Iríamos en Uber. No sonaba tan mal.
«El perro se queda», ordenó mi marido con una autoridad que yo no le había dado. Claro que sí, se queda, respaldé pensando para mis adentros lo suertudo de Iñaki de quedarse tomando sol en el balcón del departamento, seguro que apenas nos fuéramos destapaba mi botella de chardonnay para refrescarse…lucky bastard!
La subida
El camino estaba bien señalizado, como todo en Chile.
Empezamos la subida. Paramos. Tomamos agua. Comimos un poco.
Chatgpt nos había dicho que debíamos mantenernos hidratados y llevar comida energética. Cada uno cargaba una mochila con un tamaño y peso proporcional a su capacidad, con agua y snacks, puse lo que encontré la verdad, papitas, canchita (cabritas), y no mucho más de tanto, porque vamos, era sólo una hora de escalada y luego bajar, con ayuda de la gravedad, para pedir el Uber de regreso.
El camino era tan lindo como empinado. Subimos por senderos de tierra ya marcados, y luego por piedras empinadas, rodeados de árboles bajo los que nos sentábamos de rato en rato para no abusar de nuestras piernas.
Agradecí hacer yoga todos los días.
Una señora con ropa de aeróbicos y muchas pecas nos pasó ágilmente acompañada de un perrito faldero chihuhua que subía con la destreza de una cabra de monte.
Al llegar a la cima vimos una cruz donde todos los principiantes se tomaban fotos para demostrar su logro en sus redes sociales.
Obviamente yo también me tomé mi selfie para el Insta. Vimos toda la. ciudad de Santiago, o gran parte de ella.
Era la una de la tarde y el sol intenso iluminaba todo con energía andina y hartísima radiación.
Tenía un pañuelito muy estilo de propósito, pero bastante inútil para cubrirme del sol. Menos mal que llevaba encima de la cara medio litro de bloqueador de amplio espectro.
Bueno, vinimos, vimos y conquistamos, ahora vámonos por favor.
El descenso del terror
¿Por dónde? era la pregunta del millón.
Mi marido que es un tipo de pocas palabras pero muy observador me mandó a preguntarle a uno de esos flacos bien bronceados con pinta de deshidratación y ropa de andinista profesional el camino más fácil y rápido para bajar a una pista y pedir un taxi.
«Mira, tienes dos opciones, la de allá y la de acá», dijo señalando un camino de árboles y otro sin árboles. ¿Cuál es el mejor? Dependía de lo que quisiéramos como experiencia – se ponía poeta el flaco – pero el de allá es la «raja».
Por supuesto no entendí lo que quiso decir. Lo Googlee, puede ser bueno o puede ser malo, según el contexto. ¡Carajo! pensé más desorientada que antes de Google.
Mi marido que ya lleva tiempo trabajando con chilenos me explicó que el buen hombre había querido decir que el «mejor» camino era el de «allá» y no el de «acá».
Me rasqué la cabeza.
Acepté con tranquilidad la elección porque andaba ya cansada, me estaba sancochando de calor, y quise además no ser siempre la que toma decisiones y carga con la culpa.
Si el camino bendito ése no era la «raja», entonces sería su culpa.
Un momento muy malo para ponerme generosa, pensé más tarde.
Una hora después nos encontramos al borde de un acantilado, insolados, sin agua, sin comida, y tratando de buscar el camino hacia una calle transitada inútilmente con Google Maps.
Alrededor no habían árboles, sólo muchas marcas de llantas, como si hicieran motocross por ahí.
Pampa abierta, pura tierra rodeada de más cerros.
Piedras, arbustos secos.
Tuve que caminar medio kilómetro para encontrar un arbolito que me tapara alguito para poder hacer pis, sin importar mojar mis pantalones (sé lo mala que soy miccionando en medio del campo), pero con la esperanza de que el calor insoportable y el clima seco ocultaran rápidamente la evidencia de mi contacto con la naturaleza.
Salvados por una desconocida
Otra señora con ropa de aeróbicos y una mochila de agua se nos cruzó.
«¿Qué hacen acá?», nos preguntó viendo con espanto que andábamos con un niño.
Fui la primera en confesar en un exabrupto sin pudor que estábamos perdidos, y suplicarle con desesperación de naufrago que nos indicara cómo salir de ahí.
«Vayan por acá, no por allá, avanzan, y luego doblan para allá, y después vuelven a doblar para acá»
¿En qué momento la gente dejó de usar las palabras «izquierda» y «derecha»?
Octavio ya no quería caminar.
Le temblaban las piernas.
Sus músculos estaban colapsados.
«Vamos hijito, ya falta poquito, ya casi llegamos», mentí.
No tenía ni la más mínima idea.
Cuarenta y cinco minutos después encontramos árboles, vacas, un ranchito en el cual nos metimos con ayuda. de una muchacha que nos dijo que eso era parque nacional no propiedad privada y que entráramos en la propiedad porque era la manera más fácil de salir.
Conclusión
Nunca más volvimos.
Mi marido tampoco volvió a sugerirlo.
Y obviamente hice leña del árbol caído y le mencioné varias veces, hasta que me cansé, lo malo de su selección de camino.
Octavio quedó traumatizado y por un buen tiempo no quiso siquiera ir al parque. Creo que tenía miedo de que lo sacáramos de la casa y terminar caminando en círculos en algún cerro andino
Hasta ahí llegó nuestra aventura con el andinismo.
Pero los zapatos los sigo usando para llevar a mi perro Iñaki al parque Araucano cuando llueve, que es el lugar más silvestre al que quise aventurarme en un buen tiempo.
Hasta que mi marido propuso ir al Cajón del Maipo…pero ésa es otra historia.