Confesiones de una enemiga de la peluquería

El mito de la peluquería como “espacio de distensión”

Para la mayoría de mujeres, la peluquería es un espacio de distensión.
A mí, sin embargo, no me queda claro cómo es que ir a sentarte durante horas, a que un extraño te trajine el cuero cabelludo y te jalonee las greñas, puede resultarle relajante a alguien. O cómo es posible relajarse cuando una muchacha desconocida introduce una variada gama de herramientas en los resquicios más profundos de tus manos y pies para cortarlos, despellejarlos y limarlos.
Me resulta aún más difícil relacionar cualquier idea de “spa” con echarse en una camilla, en posiciones de paciente ginecológica, para que una hija de vecino arranque enraizadas vellosidades de partes íntimas. Las peluquerías son el último lugar donde puedo relajarme; muy por el contrario, me ponen los nervios de punta, me tensan, me agotan. Las odio.

“Creo que se me pasó un poquito la mano”, fue lo que dijo mi mamá, ahora sí con cargo de conciencia. Giré el cuerpo, que le estaba dando la espalda al espejo. Al ver mi reflejo, un lamento emergió desde mi estómago hasta la garganta, seguido por borbotones de lágrimas. Durante años de esforzada rebeldía había cultivado orgullosamente una frondosa melena de rizos sediciosos —mi propio y personal grito de libertad— inspirados en Bob Marley y Yellowman.
Esa cabellera de rulos apretados era para mí más que simple pelo: representaba mi centro de fuerza y protección, al purito estilo de Sansón. Tirado en el suelo, ya sin vida, yacía aquel largo manto protector que cubría, hasta la mitad de mi espalda, mis inseguridades adolescentes, y que se veía mejor cuanto menos lo peinara.
Era la tarde anterior a mi último día de colegio. Pensando que mi madre había dejado atrás sus impulsos dominantes, le pedí que me recortara un “poquitito” las puntas. Pero olvidé la turbación que causaba mi desordenada abundancia de pelo rizado en su apremio por el orden. Una vez con la tijera en la mano, la tentación fue demasiado grande.
Tras años de llamados a la razón, gritos convertidos en ruegos, ofrecimientos de “tocas” y persecuciones con cepillos en la mano, era su gran oportunidad: no la dejó pasar. Trasquiló mi exuberante cabellera todo lo que pudo, hasta convertirme en una versión grunge y bastante despachada de Shirley Temple.

A pesar de su expresión de tranquila satisfacción, algo de culpabilidad se le filtró en la voz ante mi desbordada llantina. Mi pelo, mi tesoro, perdido. Ahí empezó todo. Vi el brillo en sus ojos cuando me lo dijo: su gran triunfo estaba cerca. “Te llevo a la peluquería”, ofreció a modo de disculpa diligente. Acepté resignada.
Luego de un par de horas de profesionales jaloneos de mechas, frotadas de cremas de pungente olor, secadoras de pelo con cepillotes, una agotada mujer retiró la capa de plástico sobre mí, develando su obra maestra: una peluca lacia, perfecta, con gato incluido, de corista de Marta Sánchez en “La Chica Ye-Ye”.
Fue mi primera visita a uno de estos aborrecibles establecimientos de tortura llamados peluquerías. No quise volver nunca más, pero tuve que hacerlo.

No había pasado ni una semana de haberme comprometido en matrimonio, allá por el año 2005, cuando mi voluntariosa madre reservó y pagó por adelantado el paquete de lujo para novias de una conocida peluquería limeña. Este incluía, además del peinado y maquillaje para el día de la boda, cuatro días previos de masajes, tratamientos de piel corporal y facial, dos pruebas de peinado y dos pruebas de maquillaje. Yo, que andaba estudiando por otros lares, ni fui consultada ni me enteré.
Un año y medio después, a mi regreso, cuando la recepcionista de la peluquería llamó por teléfono para confirmar la cita de inicio de la terapia de belleza, intenté cancelarla. Imposible: el paquete de “novia resplandeciente” ya había sido pagado y no era reembolsable. Pero podía reemplazarlo por el paquete de “novia brillante” —ya sin tanto resplandor— creado para novias ejecutivas de tiempos complicados. Ese duraba dos días “nada más”.

Cuando vi el diminuto bikini de papel sobre la camilla, un estremecimiento de vergüenza y terror recorrió mi humanidad entera. Le expliqué a la dermatóloga, una chica demasiado joven y amable, lo mucho que me incomodaban los masajes y la desagradable experiencia que sería vestir aquellas dos piezas descartables. Me tranquilizó cancelando cualquier tipo de sobada de mondongos, pero eso sí: el bikini me lo tenía que poner.
Echada en una camilla, en una habitación sin ventanas, semidesnuda bajo una luz artificial de sala de operaciones, aguanté estoicamente el embadurnamiento corporal y facial. Varias cremas exfoliantes más tarde —incluidos barros de mares exóticos, pastas de bosques lluviosos y geles de algas— me arranqué el bikini muerta de frío, humillación y odio, y me largué jurando nunca más regresar a ningún lugar donde una extraña me untara menjunjes en el cuerpo.

Tuve que regresar al día siguiente. Era el turno de tortura de la peluquera y la maquillista. Me senté con resignación a escuchar los resondros por el desastre de mis manos y la sequedad de mi pelo. El peluquero, un muchacho con movimientos de junco y exceso de bríos, analizó con desdén mi pelo. Le explicó a mi madre —a mí ni me miró— que necesitaba hacerme un moño “de novia”, protuberante, pesado y suntuoso, como debía ser. Sacó de una carterita cruzada a sus hombros huesudos un celular e hizo una llamada telefónica pidiendo una cola postiza, pero de pelo natural y de un color que no sabía que existía, pero que supuestamente era exactamente el mismo tono de castaño que el mío.
Me cepilló el pelo, siempre sin mirarme, mientras conversaba animadamente con mi madre de las novias desastrosas, aún peores que yo, que había logrado “componer”. Al terminar, con el cuero cabelludo irritado de tanto cepillo y las orejas achicharradas por el potente aire caliente, me llevaron a un asiento reclinable junto a una enorme ventana sin cortina. Apareció una chica muy alta, sonriendo sin ninguna preocupación en el mundo: era la maquilladora.
Luego de pasar por mi cara brochas de todos los tamaños y densidades, me miré al espejo sorprendida de lo bien que me veía a todo color. La pequeña satisfacción se me fue a los pocos minutos, cuando mis ojos empezaron a lagrimear descontroladamente y me aparecieron manchas rojas en la cara. Resultó que era alérgica al maquillaje profesional usado por las grandes modelos del mundo.

A pesar de mi ya establecido rechazo a todo tipo de manoseo proveniente de manos ajenas, mi entusiasta primer esposo, quien tenía como política ignorar mis quejas y que además conocía al género femenino más que a mí, insistía con el ofrecimiento de un día de tratamientos en el spa. A pesar de mis negativas, decidió no darse por vencido e invitarme, aunque fuera, a un spa de especialistas en manos y pies, convencido de que eso me ayudaría a reducir el estrés o, por lo menos, me haría un poquito feliz.
Una señora muy seria, con unos lentotes de lunas gruesas, sumergió mis pies en una batea cuadrada llena de agua tibia con piedras grandes, redondas y pulidas. No entendí muy bien para qué servían, pero se sentían bien bajo las plantas de mis pies sumergidos. Abrió un largo estuche de cuero blanco repleto de utensilios niquelados.
Cualquier tipo de beneplácito se me fue al carajo y me aferré fuertemente a los brazos del sillón-camilla donde estaba sentada. La vieja cuatrojos lijó mis callos despiadadamente con algo que parecía un rallador de queso. Parecía más apta para el trabajo de herrería que para el cuidado de ninguna parte del cuerpo humano. Hurgó cada uno de los dedos de mis pies, arrancando dermis que no sabía que tenía, en hendiduras que no sabía que existían. En medio del dolor agudo traté de mantener algún tipo de expresión gozosa para el buen hombre sentado junto a mí.

La sonrisa forzada fue insostenible cuando apareció otra señorita de blanco para, en simultáneo, “hacerme las manos”. Ahí sí que vino lo bravo: sin mis manos para clavarlas en algún lugar que me ayudara a reducir la tensión, las dos mujeres me propinaron, en estéreo, dolor en grandes y penetrantes dosis. Punzadas que iban desde ese resquicio del dedo meñique hasta el extremo de mi columna vertebral, ahí en la nuca y en lugares donde nadie debería sentir nada. Todo esto teniendo como testigo a mi esposo, quien —sentado a mi lado, recibiendo él sí relajadísimo y feliz su manicura y pedicura— vio con frustración mi padecimiento. No solo no me relajé: terminé con los nervios destrozados. Me prometió no regresar jamás.

Evito las peluquerías como al mal de ojo. Por aquellas épocas, a principios de los dos mil, hacía todo lo que estaba en mis manos para sortearlas, logrando reducir la frecuencia de mis visitas a estos infaustos lugares de supuesta belleza a dos veces al año. Era una visita obligatoria desde que, ya desprovista de mi rebelde cabellera, me mantenía lacia. Cada una de estas sesiones de tormento tomaba tres horas. Se llamaba “laceado japonés”. El extenso y engorroso procedimiento llevaba ese nombre porque dejaba como resultado una melena tan, pero tan lacia, que solo podía ser comparada con la de un oriundo del Japón.
Luego de eso no era necesario utilizar secadoras, ni planchas, ni nada para darle orden a las greñas: solo pasar un peine. Así que valía la pena el esfuerzo, solo por no regresar a la peluquería en un buen tiempo.

Era necesaria la participación de cinco extraños, quienes, todos a la vez, embadurnaban, peinaban, templaban, jalaban, secaban, planchaban y enjuagaban mi pelo. Esperaban. Volvían a embadurnar, a templar, jalar, planchar, secar y planchar.
Terminaban varias horas más tarde. Al mirarme al espejo me veía como si estuviera usando la peluca de una bruja asiática: los pelos rectos, sin vida. Ahí empezaban las ofertas de tratamientos reconstructivos de cabellos maltratados, junto con el despliegue de productos de alta tecnología —y costo— para que el pelo recuperara la salud acabada de perder luego de aguantar tanto químico. Pero después de tres horas de tensión y resistencia, con los músculos del cuello tronchados y el cuero cabelludo inflamado, yo estaba lista para no volverlos a ver nunca más: me paraba y me iba.

Lamentablemente ahí no terminaba el acicalado de mi cabezota: me faltaba el corte de pelo. Hacía un último esfuerzo y pedía una cita con Alex, el estilista colombiano de Simón Salguero que las mujeres se arranchaban desesperadamente para que les componga el look. Solo él podía cortarme el pelo. Solo él sabía transformar mi reseca peluca químicamente achicharrada en una melena briosa. Tenía que esperarlo, claro está, como solo se espera a ese cirujano plástico tan famoso que te va a dejar un rostro nuevo, mejor.
Mientras esperaba, una señora sonriente me invitaba a sentarme para lavarme la cabeza. En esa peluquería no había nadie sentado esperando nada: todos se movían diligentemente y estaban en medio de alguna tarea. Me frotaba la cabeza con un champú que olía a toffee y perfume de señora; se tomaba su tiempo, me masajeaba el cuero cabelludo. Yo aguantaba valientemente: no me gusta que me toquen extraños, mucho menos que me soben la cabeza, peor aún durante más de un minuto. ¿Qué tan sucio puede estar mi pelo? Pero la señora seguía masajeando con dedicación y detenimiento de orfebre. Ya iban como quince minutos. Estaba a punto de saltarle al cuello y ahorcarla cuando, por fin, me ponía la toalla en la cabeza. Me levantaba de la silla odiándola.

Alex me recibía con sonrisa de brazos abiertos, me hacía algún comentario familiar con ese cantar caribe de dicción perfecta y me preguntaba, llenecito de amor, qué tipo de corte quería. No le crecía la cara cuando yo sacaba mi computadora y abría un archivo repleto de fotos referenciales, desde todos los ángulos posibles. No se molestaba cuando aniquilaba neuróticamente cualquier intento de creatividad mostrándole el estilo que quería exactamente y solo ese. Jamás iniciaba conversaciones forzadas, sino que comentaba el temperamento de los remolinos de mi cabeza —tengo muchísimos— o el libro que estaba leyendo. No necesitaba más, porque ese era el principio de descarriladas charlas que iban desde la metafísica hasta los fondos de inversión, pasando por la historia y literatura latinoamericanas, y deteniéndose deliciosamente en anécdotas de sus viajes por la Colombia rural de García Márquez.
No me ofrecía teñirme el mechón de pelo cano, cada día más grande y más blanco, tampoco me mostraba una larga colección de productos de cuidado profesional del “cabello” que me harían mucho bien y que tendría que hipotecar mi casa para pagar. Alex me invitaba tazas de café “tinto” y chocolates. Todo lo hacía rápido y delicadamente, desde una dimensión de felicidad y amor, con psicoanálisis y toques de espiritualidad. Cuando terminaba, no solo me veía bien: estaba de buen humor. Había pasado un buen rato. Si están buscando una experiencia similar, búsquenlo en Instagram y denle un espacio en su agenda: será como visitar a un amigo de toda la vida.

Conozco muchas mujeres cuya visita semanal a la peluquería es una necesidad, un deber imperioso, ineludible. Considerando que el resto de mujeres cuenta con terminaciones nerviosas, al igual que yo, no creo que estos procedimientos les sean menos dolorosos que a mí; solo creo que los han aprendido a aguantar mejor. Tal vez son simplemente menos neuróticas o acaso adictas a la posibilidad de resaltar su belleza, mejorar su imagen.
Lo que sí es cierto es que la mayoría de mujeres parece disfrutar de estos trabajos estéticos sobre su persona.

Las peluquerías son, para muchas, una suerte de santuario dedicado al género femenino. Un club privado y exclusivo donde las mujeres son lo más importante. Se sienten atendidas, cuidadas por estos extraños que se autodenominan profesionales de la belleza. Los llaman por sus nombres, con diminutivos, y por ahí algún “corazón”. Comentan sus preocupaciones domésticas, familiares, profesionales. Entonces, la visita a la peluquería se convierte en confesionario y terapia psicológica donde comparten sus problemas, los de sus hijos, los de sus esposos, piden consejos.
Porque no importa cuántos años tengas, ni si te sientes sola, o ya nadie te hace caso ni te quiere escuchar: ahí siempre tendrás, por varios minutos, un par de buenos oídos y una boca llenecita de complacencia, lista para hacerte saber que no estás tan gorda, ni tan vieja, ni tan fea, y que todo tiene solución. Incluso para mí, una descreída de la belleza y enemiga de estos centros estéticos, tiene sentido que, en un mundo de intereses distantes y conducciones masculinas, al resto de mis congéneres les resulte refrescante, y sí pues, relajante, visitar estos espacios dominados por féminas.
Si para mí el fin justifica los medios, para ellas el medio es tan importante como el fin.

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Caro Filinich

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