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Confesiones de una enemiga de la peluquería

El mito de la peluquería como “espacio de distensión” Para la mayoría de mujeres, la peluquería es un espacio de distensión.A mí, sin embargo, no me queda claro cómo es que ir a sentarte durante horas, a que un extraño te trajine el cuero cabelludo y te jalonee las greñas, puede resultarle relajante a alguien. O cómo es posible relajarse cuando una muchacha desconocida introduce una variada gama de herramientas en los resquicios más profundos de tus manos y pies para cortarlos, despellejarlos y limarlos.Me resulta aún más difícil relacionar cualquier idea de “spa” con echarse en una camilla, en posiciones de paciente ginecológica, para que una hija de vecino arranque enraizadas vellosidades de partes íntimas. Las peluquerías son el último lugar donde puedo relajarme; muy por el contrario, me ponen los nervios de punta, me tensan, me agotan. Las odio. “Creo que se me pasó un poquito la mano”, fue lo que dijo mi mamá, ahora sí con cargo de conciencia. Giré el cuerpo, que le estaba dando la espalda al espejo. Al ver mi reflejo, un lamento emergió desde mi estómago hasta la garganta, seguido por borbotones de lágrimas. Durante años de esforzada rebeldía había cultivado orgullosamente una

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La odisea de comprar un jean

Lima, 2015 Hace una década, cuando a las mujeres sólo se nos permitía tener un tipo de cuerpo… Ese día que siempre pospongo Hoy fue ese día que puedo posponer incluso dos años —y si puedo, más—: el día de comprarme un blue jean.Una experiencia espeluznante, frustrante… una patada directa a la autoestima.El recordatorio de que en nuestro país no solo el buen gusto está muerto, sino que la mayoría de mujeres vive en una fantasía: la quimera de que todas son talla 28. Primera parada: Levi’s Odio los tumultos, pero preferí ir a un solo lugar con muchas tiendas: el Jockey Plaza.Mi última compra de jean había sido rápida y sin dolor en Levi’s. Tienda grande, marca conocida, prestigiosa. ¿Qué podía salir mal? Todo. Levi’s, en el centro comercial más visitado del país, tenía solo seis modelos de jean para mujer. De ellos, apenas dos no eran pitillo. (Mujeres: salvo que midas 1.75 y tengas muslos de 20 cm de diámetro, el pitillo no te queda bien. You can’t pull it off). De esos dos, solo uno —pierna recta— estaba en talla 32. Sí, esa es mi talla; tengo un poto grande, ¿y qué? Pregunté si era popular: “No,

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Tres primeras veces que guardo en mi baúl de recuerdos

Hay momentos que se quedan grabados en la memoria sin pedir permiso. No necesitan fotos ni grandes celebraciones: aparecen de repente, nos arrancan una sonrisa en un día gris o nos hacen un nudo en la garganta cuando la fe en el mundo tambalea. La mayoría son pequeñas grandes cosas… y muchas veces, son una “primera vez”. Si tuviera que escoger tres de las mías, serían estas: La primera conversación con mi esposo No fue cuando nos presentaron, ni siquiera la primera vez que cruzamos palabras, sino la primera vez que realmente conversamos. Trabajábamos en la misma empresa, él en planificación financiera y yo en el área comercial. Para aprobar mis decisiones, debía pasar por su equipo. Hasta entonces, me atendía un muchacho distraído, olvidadizo y eternamente pendiente de su próximo cigarro. Un día, cansada de recordarle lo que debía hacer, le solté: “¡No me estás sumando!”. Según las malas lenguas —que nunca faltan—, volvió llorando a su jefe y pidió no reunirse más conmigo. Ese jefe decidió enviarme a un nuevo integrante: un joven ingeniero, primer puesto de su promoción y con fama de serio. “Derecho de piso, chibolo”, le dijeron. Cuando apareció, cargando su laptop y sin mucha

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Nuestra primera (y última) aventura con el andinismo en Santiago

La propuesta que empezó todo «Acá la gente camina», dijo mi marido. Mi hijo, mi perro y yo lo miramos con cara de pocos amigos. Debían hacer más de treinta grados allá en el mundo exterior. Estábamos con ventanas y puertas cerradas y el aire acondicionado a veintrés grados de temperatura, como manda la civilización. Yo había sugerido ir a «dar una vuelta», no ir a caminar sintiéndose galleta siendo horneada en calles ardientes donde no corría nada de aire. «Vamos a hacer andinismo», propuso entusiasmado. Los chilenos de su oficina le habían explicado que era algo de divertimento local saludable y bastante practicado. Mis expectativas (y prejuicios) Soy limeña, así que cuando me mencionan la palabra «andinismo» en lo que pienso es en gringos con zapatos raros y shorts, cargando mochilas con barras de granola preguntando en un español pésimo cómo llegar al pico más alto en alguna ciudad de la sierra. Lo primero era tener zapatos adecuados. Fuimos de compras a una tienda muy popular en Santiago que incluso tiene un pasillo dedicado a este deporte, y además otro pasillo de andinismo para niños. Anotado, los chilenos se tomaban en serio el andinismo desde muy temprana edad. Nuestro

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Seis meses en Santiago: lo que descubrí de los chilenos (y de los peruanos)

Yo dije que sí. Lima ya no era mi casa. Leí la oferta que le habían hecho a mi marido en su empresa. «Acepta», le dije, todos acá aceptamos. Estábamos hartos. Era como vivir con una piedra en el estómago todos los días. Mucha violencia. Mucho descontento. La gente en la calle estaba nerviosa, siempre. Mi perro y mi hijo me lo agradecerían. Vivía refugiada en mi departamento, en un condominio en la punta de un cerro al que sólo se podía llegar con en carro o con piernas muy atléticas. En un último piso. Mirando el sol ponerse en la playa, allá lejos, en Miraflores, a donde yo no quería ir. Tenía miedo. El síndrome de la cabaña le llaman. Nunca me repuse de la cuarentena de la pandemia. O tal vez la gente después se volvió más loca y más agresiva. Le tenía miedo a los vecinos y sus largos silencios en el ascensor, las viejas que miraban a mi marido y le preguntaban a quién había ido a visitar, a las mujeres que miraban a mi hijo como si fuera algún tipo de extraterrestre, a los hombres que intentaban patear a mi perro en la calle cuando

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