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Nuestra primera (y última) aventura con el andinismo en Santiago

La propuesta que empezó todo «Acá la gente camina», dijo mi marido. Mi hijo, mi perro y yo lo miramos con cara de pocos amigos. Debían hacer más de treinta grados allá en el mundo exterior. Estábamos con ventanas y puertas cerradas y el aire acondicionado a veintrés grados de temperatura, como manda la civilización. Yo había sugerido ir a «dar una vuelta», no ir a caminar sintiéndose galleta siendo horneada en calles ardientes donde no corría nada de aire. «Vamos a hacer andinismo», propuso entusiasmado. Los chilenos de su oficina le habían explicado que era algo de divertimento local saludable y bastante practicado. Mis expectativas (y prejuicios) Soy limeña, así que cuando me mencionan la palabra «andinismo» en lo que pienso es en gringos con zapatos raros y shorts, cargando mochilas con barras de granola preguntando en un español pésimo cómo llegar al pico más alto en alguna ciudad de la sierra. Lo primero era tener zapatos adecuados. Fuimos de compras a una tienda muy popular en Santiago que incluso tiene un pasillo dedicado a este deporte, y además otro pasillo de andinismo para niños. Anotado, los chilenos se tomaban en serio el andinismo desde muy temprana edad. Nuestro

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Seis meses en Santiago: lo que descubrí de los chilenos (y de los peruanos)

Yo dije que sí. Lima ya no era mi casa. Leí la oferta que le habían hecho a mi marido en su empresa. «Acepta», le dije, todos acá aceptamos. Estábamos hartos. Era como vivir con una piedra en el estómago todos los días. Mucha violencia. Mucho descontento. La gente en la calle estaba nerviosa, siempre. Mi perro y mi hijo me lo agradecerían. Vivía refugiada en mi departamento, en un condominio en la punta de un cerro al que sólo se podía llegar con en carro o con piernas muy atléticas. En un último piso. Mirando el sol ponerse en la playa, allá lejos, en Miraflores, a donde yo no quería ir. Tenía miedo. El síndrome de la cabaña le llaman. Nunca me repuse de la cuarentena de la pandemia. O tal vez la gente después se volvió más loca y más agresiva. Le tenía miedo a los vecinos y sus largos silencios en el ascensor, las viejas que miraban a mi marido y le preguntaban a quién había ido a visitar, a las mujeres que miraban a mi hijo como si fuera algún tipo de extraterrestre, a los hombres que intentaban patear a mi perro en la calle cuando

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