
Nuestra primera (y última) aventura con el andinismo en Santiago
La propuesta que empezó todo «Acá la gente camina», dijo mi marido. Mi hijo, mi perro y yo lo miramos con cara de pocos amigos. Debían hacer más de treinta grados allá en el mundo exterior. Estábamos con ventanas y puertas cerradas y el aire acondicionado a veintrés grados de temperatura, como manda la civilización. Yo había sugerido ir a «dar una vuelta», no ir a caminar sintiéndose galleta siendo horneada en calles ardientes donde no corría nada de aire. «Vamos a hacer andinismo», propuso entusiasmado. Los chilenos de su oficina le habían explicado que era algo de divertimento local saludable y bastante practicado. Mis expectativas (y prejuicios) Soy limeña, así que cuando me mencionan la palabra «andinismo» en lo que pienso es en gringos con zapatos raros y shorts, cargando mochilas con barras de granola preguntando en un español pésimo cómo llegar al pico más alto en alguna ciudad de la sierra. Lo primero era tener zapatos adecuados. Fuimos de compras a una tienda muy popular en Santiago que incluso tiene un pasillo dedicado a este deporte, y además otro pasillo de andinismo para niños. Anotado, los chilenos se tomaban en serio el andinismo desde muy temprana edad. Nuestro